lunes, 1 de febrero de 2016

El Jueves...

El jueves salí de una lectura y me iba a ir caminando para mi casa porque era una noche hermosa con la temperatura justa, una noche de verano para no morirse nunca. La luna tenía media cara iluminada y un alfabeto de estrellas orbitando cerca, la calle se extendía como una pista de atletismo vacía, dos hombres en cuero fumaban fugaces cigarrillos sentados en un escalón que conducía a un pasillo rústico y largo mientras un empleado bajaba la persiana metálica de la última verdulería abierta y el chasquido invadía los oídos como una guitarra que acopla. Pero en un arrebato me dije: si veo un taxi libre en la esquina la voy a ir a ver, le voy a ir a tocar el timbre. El taxi estaba, me estaba esperando parado por el semáforo en rojo de Talcahuano y Sarmiento. Yo tenía luz verde y me quedé haciendo equilibrio en el cordón de la vereda como un volatinero inexperto mientras me fijaba entre los separadores de la billetera negra de cuero con tachas si había 100 pesos para llegar a Barrio Norte. Cambió el semáforo y crucé en amarillo. No lo tomé. Caminé una cuadra más llena de tribulaciones y volví a decirme que si en la esquina de Perón había otro taxi ese sí me lo tomaba. Había. Le hice seña y lo tomé. Con un golpe seco cerré la puerta y en tono marcial dije: “hasta Ecuador y Beruti por el camino donde sólo haya semáforos verdes”. El taxista, con 25 años de trabajar de lo mismo encima, se sintió desafiado y me contestó: “hay un camino donde agarras toda onda verde, vas a ver”. Tomó Callao, Córdoba, zona de facultades y el único semáforo nos detuvo en la calle Laprida. Hicimos el viaje en 9 minutos.
Cuando llegamos al lugar indicado el contador marcaba 49,50, le pagué con los 100, recibí los 50 de vuelto, nos dimos las gracias satisfechos de haber estado a la altura de ese vínculo anónimo y fugaz y me bajé en la esquina del Hospital Alemán, crucé en diagonal, pasé por el restaurante Oviedo donde siempre hay autos de colores sobrios estacionados con choferes adentro, miré por la ventana, miré unos segundos las lámparas distribuyendo esa media luz amable que suaviza las pieles y los gestos, caminé unos metros más, me paré en la puerta de su edificio, miré la botonera de bronce reluciente y le toqué timbre. Me dijo “hola” con voz de dormida, con respiración de animal manso, y le dije “soy yo y quiero verte un poco”, “ya bajo” me dijo, y esos minutos de tres pisos por escalera losLa vi bajar los últimos escalones y en los ocho metros que le llevó venir hasta la puerta la escanee toda: los borceguíes negros atados con cordones de cuero, el short de jean cortado color celeste gastado, la remera blanca sin mangas de algodón finito, los anteojos ovalados con marco de carey, el pelo negro brilloso y poderoso cortado por encima de los hombros y una sonrisa que intentó ocultar agachando la cabeza pero que le vi igual. Una sonrisa entre inocente y descarada, entre ingenua y guerrera. Me invitó a entrar  y nos dimos un abrazo largo, largo como los meses que no nos vimos ni nos hablamos, largo como cuando se extraña mucho algo. Largo como el tiempo que le lleva a las estaciones del año imponer su clima. Largo. Durante ese abrazo cambiamos de posición varias veces, nos rodeamos los cuerpos de distintas maneras, confirmando una vez más esa forma perfecta de encastrar juntas. Yo no podía parar de mirarle los ojos negros y la boca rosa, la boca rosa y los ojos negros. Ella apoyó la cabeza en mi hombro derecho y me abrazó más fuerte. Las palabras se fueron antes de empezar a decirlas. Le sentí el olor del jabón que usa cuando se baña y la consistencia cremosa que le deja en toda la piel. Me drogué con ese olor todo lo que pude. Después subimos los tres pisos susurrando pavadas, haciendo la previa del futuro que nos esperaba tres pisos arriba. La luz del palier se había apagado de nuevo.
Silvina Giaganti

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